sábado, 24 de marzo de 2018

Evocando ilusiones


EVOCANDO    ILUSIONES

Hace ya muchos, muchísimos años, cuando yo era joven, mejor dicho, cuando aún era una niña, por lo que hace más años todavía, mi gran ilusión era ser payasa.
Solían contratar por las fiestas de nuestro barrio varias actividades callejeras.  Por aquellos años no existían los salones de actos como actualmente y todos los festejos se realizaban en la plaza.
De  entre todos los actos, mi favorito, era, y continua siendo, la actuación de los payasos. Los que venían a nuestro barrio se llamaban “LOS HERMANOS BIZCAYA.” 
Eran la delicia de todos los niños y no pocos mayores. Recuerdo que en bastantes ocasiones solicitaban la colaboración de algún niño o niña voluntario  para realizar alguna improvisada payasada y cómo no, yo siempre estaba dispuesta a colaborar con ellos y si conseguía provocar la risa en los espectadores, me sentía la persona más feliz del mundo.
Así fue como descubrí que quería ser payasa.  Pero  mi gran sorpresa, frustración y desengaño fue el saber que no existían por aquel entonces ni escuelas ni nadie interesado en formar payasas, solamente admitían payasos.
Mi abuelita, me consoló como pudo diciéndome que no me preocupara, que aún tenía pocos años, (no había cumplido los seis) y que si yo seguía con las dotes y las ganas de hacer reír, siempre lo conseguiría.
Y fueron aquellas palabras suyas las que me animaron a seguir intentando hacer reír a mis semejantes, que no eran otros que; mis vecinos, mi familia y algunos amigos del barrio. Hacia imitaciones, transformaba los cuentos clásicos, convirtiéndolos en divertidos, que, dicho de paso, eran y siguen siendo de lo más trágicos, crueles y funestos; Que si malvadas madrastras, lobos asesinos, verdugos y hermanastras siniestras…Pero yo conseguía hacerlos graciosos, cantaba, bailaba y todos disfrutaban  con mis payasadas.
Mi abuelita, como todas las abuelitas del mundo, ponderaba mis habilidades escénicas  en todas las ocasiones que se la presentaban y así, con ella como mi representante, comenzaron a solicitarme en diferentes casas en las que ella iba a coser cada jueves por la tarde. Gracias a que cosía en casas diferentes, yo no tenía necesidad de ampliar demasiado mi repertorio y así, como los jueves por la tarde guardábamos fiesta en la escuela, podía dedicarme a lo que tanta ilusión me hacía. Ejercer de payasa.
 Nunca me dieron dinero por lo que hacía pero si, suculentas meriendas que disfrutábamos mi abuela y yo. Y a veces, me dejaban llevar algunas cosillas que sobraban, o, hacíamos nosotras que sobraran, para mis hermanos.
A mí, me extrañaba bastante que mi abuela conociese a los dueños de aquellas lujosas casas, situadas casi siempre en la margen derecha de la ría  y a las que teníamos que acceder atravesando el Puente Colgante de Portugalete, cosa que me ilusionaba tremendamente. Era una aventura que vivía ilusionada cada jueves por la tarde.
Cuando pregunté a la abuela el motivo de aquellas amistades tan importantes, ella me dio una explicación que me dejó con la boca abierta:
.—Yo, cariño, acudo a esas casas a trabajar. Esas señoras me pagan por coserles las ropas que se les estropean; arreglos, zurcidos y demás “chapucillas” que les resultan más baratas que llevarlas a la modista. Yo, solo soy costurera pero aprendí con las monjas y les gusta como trabajo. Por eso  me llaman.
.—Pero, ¿tú, fuiste a un colegio de monjas, abuela?
.—No cariño, donde estuve es en la cárcel. Me denunciaron por “roja” y allí las carceleras eran monjas, ellas nos propusieron enseñarnos a coser y trabajar para familias adineradas, a nosotras, claro no nos pagaban, pero ellas, las monjas, conseguían buenos “réditos” y gracias a nuestras manos, muchas de nosotras logramos librarnos del “paredón”.
Con mis, apenas siete años, yo no conseguía entender a mi abuela. Pero, ¿cómo era posible que la metieran en la cárcel por roja si yo, por más que la miraba no la veía de ese color?  Es cierto que era muy morenita, “mi negrita” la llamaba el abuelo, pero eso no es ser roja…Y, ¿cómo era posible que con sus propias manos se libraran de un paredón, si ella tenía unas manos más bien pequeñas y por muchas que fueran las otras, sujetar un paredón…
¡Cómo se rió la abuela cuando le hice esos comentarios! Ella me contesto que cuando tuviera unos años más, me lo explicaría. 
Sí que me lo  explicó al de unos años, y también yo me reí, aunque al saber de todas sus vicisitudes también lloré, lloramos juntas al recordar los acontecimientos de la guerra. Me dijo también que cuando salieron de la cárcel, varias, que se libraron del “paredón”, fueron avisadas por algunas de aquellas familias para las que se cosía en la cárcel, a  que acudieran a sus casas un día a la semana a seguir cosiendo, entre ellas la abuela y una hermana suya que también había estado presa, no por roja, sino porque cuando fueron a buscarle a ella, no estaba en casa y también se la llevaron, aunque después no la soltaron. “Cosas de las guerras”, decía la abuela.
Yo, escuchaba sus historias con mucha atención y también, cómo no, con mucha curiosidad y ansias de saber, como todos los niños del mundo.
Así transcurrían las semanas en las que cada jueves por la tarde acudíamos a las distinguidas casas, yo, a hacer reír y mi abuela a coser primorosamente.
Pero un día, ocurrió algo insólito.  Algo que me dejo si no desilusionada, si, bastante perpleja.
Ese jueves acudimos a una casa en la que nos abrió la puerta una mujer vestida de negro. No me extrañé demasiado porque en aquellos tiempos casi todas las mujeres un poco mayores, vestían de negro. Lo que si me extrañó fue que al llevarnos al comedor, me encontré con un grupo de mujeres todas vestidas de negro, y no todas eran mayores, también había jóvenes pero todas vestidas del mismo color.
Al contemplar sus rostros vi que todas ellas estaban muy serias, y pensé: 
.—“Aquí, si que tendré que esforzarme porque no parece que estas personas sean muy alegres, que digamos”.  
Una señora, que parecía más animada, empezó a hacerme preguntas y yo, ni corta ni perezosa  comencé a ofrecerles mis gracias y payasadas hasta conseguir que, si no reír a carcajadas, por lo menos sonrieran de vez en cuando. Lo que me extrañaba mucho es que, frecuentemente, una salía y otra entraba con los ojos algo enrojecidos.
.—¿“Será  que no se atreven a reírse en público y van a hacerlo a escondidas?”   .—Pensaba  yo cada vez más perpleja.
Casi agradecí cuando trajeron la merienda y pudimos por fin dejar la casa. Es cierto que todas las señoras muy agradecidas, me besaron y trataron con cariño pero allí había algo que a mí no me gustó.
La abuela me lo explicó más tarde.  En aquella casa había fallecido el abuelo. Era un velatorio, y las señoras que entraban y salían se turnaban para velar el cadáver del abuelo que estaba en la habitación contigua.
Aquello enfrió mi vocación de payasa. A partir de entonces y aún hoy, me dedico al teatro.  Comedias y sainetes, por supuesto. 
                                                                                                              Palmi Merino
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