EVOCANDO
ILUSIONES
Hace ya muchos, muchísimos
años, cuando yo era joven, mejor dicho, cuando aún era una niña, por lo que
hace más años todavía, mi gran ilusión era ser payasa.
Solían contratar por las
fiestas de nuestro barrio varias actividades callejeras. Por aquellos años no existían los salones de
actos como actualmente y todos los festejos se realizaban en la plaza.
De entre todos los actos, mi favorito, era, y
continua siendo, la actuación de los payasos. Los que venían a nuestro barrio
se llamaban “LOS HERMANOS BIZCAYA.”
Eran la delicia de todos los
niños y no pocos mayores. Recuerdo que en bastantes ocasiones solicitaban la
colaboración de algún niño o niña voluntario
para realizar alguna improvisada payasada y cómo no, yo siempre estaba dispuesta
a colaborar con ellos y si conseguía provocar la risa en los espectadores, me
sentía la persona más feliz del mundo.
Así fue como descubrí que
quería ser payasa. Pero mi gran sorpresa, frustración y desengaño fue
el saber que no existían por aquel entonces ni escuelas ni nadie interesado en
formar payasas, solamente admitían payasos.
Mi abuelita, me consoló como
pudo diciéndome que no me preocupara, que aún tenía pocos años, (no había
cumplido los seis) y que si yo seguía con las dotes y las ganas de hacer reír,
siempre lo conseguiría.
Y fueron aquellas palabras
suyas las que me animaron a seguir intentando hacer reír a mis semejantes, que
no eran otros que; mis vecinos, mi familia y algunos amigos del barrio. Hacia
imitaciones, transformaba los cuentos clásicos, convirtiéndolos en divertidos,
que, dicho de paso, eran y siguen siendo de lo más trágicos, crueles y
funestos; Que si malvadas madrastras, lobos asesinos, verdugos y hermanastras
siniestras…Pero yo conseguía hacerlos graciosos, cantaba, bailaba y todos
disfrutaban con mis payasadas.
Mi abuelita, como todas las
abuelitas del mundo, ponderaba mis habilidades escénicas en todas las ocasiones que se la presentaban
y así, con ella como mi representante, comenzaron a solicitarme en diferentes
casas en las que ella iba a coser cada jueves por la tarde. Gracias a que cosía
en casas diferentes, yo no tenía necesidad de ampliar demasiado mi repertorio y
así, como los jueves por la tarde guardábamos fiesta en la escuela, podía
dedicarme a lo que tanta ilusión me hacía. Ejercer de payasa.
Nunca me dieron dinero por lo que hacía pero
si, suculentas meriendas que disfrutábamos mi abuela y yo. Y a veces, me
dejaban llevar algunas cosillas que sobraban, o, hacíamos nosotras que
sobraran, para mis hermanos.
A mí, me extrañaba bastante que
mi abuela conociese a los dueños de aquellas lujosas casas, situadas casi
siempre en la margen derecha de la ría y
a las que teníamos que acceder atravesando el Puente Colgante de Portugalete,
cosa que me ilusionaba tremendamente. Era una aventura que vivía ilusionada
cada jueves por la tarde.
Cuando pregunté a la abuela el
motivo de aquellas amistades tan importantes, ella me dio una explicación que
me dejó con la boca abierta:
.—Yo, cariño, acudo a esas
casas a trabajar. Esas señoras me pagan por coserles las ropas que se les
estropean; arreglos, zurcidos y demás “chapucillas” que les resultan más
baratas que llevarlas a la modista. Yo, solo soy costurera pero aprendí con las
monjas y les gusta como trabajo. Por eso
me llaman.
.—Pero, ¿tú, fuiste a un
colegio de monjas, abuela?
.—No cariño, donde estuve es en
la cárcel. Me denunciaron por “roja” y allí las carceleras eran monjas, ellas
nos propusieron enseñarnos a coser y trabajar para familias adineradas, a
nosotras, claro no nos pagaban, pero ellas, las monjas, conseguían buenos
“réditos” y gracias a nuestras manos, muchas de nosotras logramos librarnos del
“paredón”.
Con mis, apenas siete años, yo
no conseguía entender a mi abuela. Pero, ¿cómo era posible que la metieran en
la cárcel por roja si yo, por más que la miraba no la veía de ese color? Es cierto que era muy morenita, “mi negrita”
la llamaba el abuelo, pero eso no es ser roja…Y, ¿cómo era posible que con sus
propias manos se libraran de un paredón, si ella tenía unas manos más bien
pequeñas y por muchas que fueran las otras, sujetar un paredón…
¡Cómo se rió la abuela cuando
le hice esos comentarios! Ella me contesto que cuando tuviera unos años más, me
lo explicaría.
Sí que me lo explicó al de unos años, y también yo me reí,
aunque al saber de todas sus vicisitudes también lloré, lloramos juntas al
recordar los acontecimientos de la guerra. Me dijo también que cuando salieron
de la cárcel, varias, que se libraron del “paredón”, fueron avisadas por algunas
de aquellas familias para las que se cosía en la cárcel, a que acudieran a sus casas un día a la semana
a seguir cosiendo, entre ellas la abuela y una hermana suya que también había
estado presa, no por roja, sino porque cuando fueron a buscarle a ella, no
estaba en casa y también se la llevaron, aunque después no la soltaron. “Cosas
de las guerras”, decía la abuela.
Yo, escuchaba sus historias con
mucha atención y también, cómo no, con mucha curiosidad y ansias de saber, como
todos los niños del mundo.
Así transcurrían las semanas en
las que cada jueves por la tarde acudíamos a las distinguidas casas, yo, a
hacer reír y mi abuela a coser primorosamente.
Pero un día, ocurrió algo
insólito. Algo que me dejo si no
desilusionada, si, bastante perpleja.
Ese jueves acudimos a una casa
en la que nos abrió la puerta una mujer vestida de negro. No me extrañé
demasiado porque en aquellos tiempos casi todas las mujeres un poco mayores,
vestían de negro. Lo que si me extrañó fue que al llevarnos al comedor, me encontré
con un grupo de mujeres todas vestidas de negro, y no todas eran mayores,
también había jóvenes pero todas vestidas del mismo color.
Al contemplar sus rostros vi
que todas ellas estaban muy serias, y pensé:
.—“Aquí, si que tendré que
esforzarme porque no parece que estas personas sean muy alegres, que
digamos”.
Una señora, que parecía más
animada, empezó a hacerme preguntas y yo, ni corta ni perezosa comencé a ofrecerles mis gracias y payasadas
hasta conseguir que, si no reír a carcajadas, por lo menos sonrieran de vez en
cuando. Lo que me extrañaba mucho es que, frecuentemente, una salía y otra
entraba con los ojos algo enrojecidos.
.—¿“Será que no se atreven a reírse en público y van a
hacerlo a escondidas?” .—Pensaba yo cada vez más perpleja.
Casi agradecí cuando trajeron
la merienda y pudimos por fin dejar la casa. Es cierto que todas las señoras
muy agradecidas, me besaron y trataron con cariño pero allí había algo que a mí
no me gustó.
La abuela me lo explicó más
tarde. En aquella casa había fallecido
el abuelo. Era un velatorio, y las señoras que entraban y salían se turnaban
para velar el cadáver del abuelo que estaba en la habitación contigua.
Aquello enfrió mi vocación de
payasa. A partir de entonces y aún hoy, me dedico al teatro. Comedias y sainetes, por supuesto.
Palmi Merino