Querida nena
(Diploma E.P.A 1998)
A Mª Luisa, 1949-1960
Fue un dos de septiembre cuando nació la nena. Yo era la
tercera, sólo me faltaban un par de meses para cumplir los cinco y, como mis
hermanos, estaba sorprendida. No sé definir
ningún otro sentimiento de aquel momento ante la llegada de una nueva
hermanita. Decían que la traería papá en aquella cesta del trabajo, la
«canariera», aunque no sé por qué. Lo que es yo, nunca le ví llevar dentro otra cosa que la comida, y desde luego
no comía canarios.
A mí, si he de ser sincera, no me hacía demasiada gracia que
viniera alguien a quirtarme el puesto de «chatita», que papá sólo otorgaba a la
más pequeña. Y por si fuera poco, él también me dijo que, a partir de entonces,
los besos serían sólo para ella, lo mismo que había ocurrido con mis hermanos
al nacer yo. Era una costumbre extraña, pero así era papá y así se lo habrían
hecho a él, digo yo.
Sin embargo, tras nacer la nena todo mi recelo se disipó al
ver aquella frágil y extraña cosita que lloraba sin cesar, con sus ojos raros y
enrojecidos. Al poco tiempo todos lo supimos, y no sólo por aquellos extraños
ojos. Cuando mamá acudió al médico, éste le explicó que lo que la nena padecía
era «mongolismo» —aunque ahora ya nadie lo llama así—, agravado además por otra
enfermedad que nunca comprendí bien, y que la mantenía un mes o dos de cada año
al borde de la muerte.
Aunque yo era muy pequeña, recuerdo lo que sufría la pobre
mamá, siempre visitando a médicos y especialistas. Si no era por papá, era por
la nena. Lo recuerdo bien porque casi siempre me llevaba con ella. Imagino que
a mi hermana mayor le correspondía cuidar de la casa o de nuestro hermano, que
me superaba en quince meses.
Según contaban mis tíos, desde muy pequeña tenía yo cierta
habilidad para hacer reír a todo el mundo y esto me permitió ayudar a mi madre
a mantener entretenida a la nena que, quizá por causa de su mal, lloraba
constantemente. La verdad es que se me daba bastante bien conseguir, por aquel
medio, que tomara el alimento que tanto le costaba tragar. Porque las horas de
sus comidas eran un verdadero tormento. La pobre mamá no tenía tiempo para
dedicárselo, así que la nena, poco a poco, se habituó a mis monerías y sólo
comía, aunque poco, si yo hacía el payaso.
Transcurrían los años y la nena y yo siempre estábamos
juntas. A poco de cumplir ella dos años, nos pusieron a dormir en la misma
cama, y aunque debido a su incontinencia amanecíamos ambas empapadas a menudo,
nunca protesté demasiado, porque gracias a su compañía, aferrada a mí como una
lapa, se alejaron de mis noches para siempre las pesadillas que me atormentaban
cuando dormía sola en aquella fea y enorme cuna que abandoné para siempre.
Fuimos con frecuencia compañeras de fatigas, nos
contagiábamos solidariamente todas las enfermedades y las padecíamos juntas.
Pero a ella le costaba mucho reponerse y, entre tanto, me exigía que estuviera
a su lado. Debía faltar mucho a la escuela, por lo que poco a poco me fui
retrasando en los estudios. Supongo, aunque no la culpo a ella, que es desde
entonces que arrastro conmigo esta falta de autoestima.
La nena comenzó a hablar mucho más tarde de lo habitual y,
como casi todos los niños con su enfermedad, se expresaba muy mal. «Lengua de
trapo» le decía mamá. Casi nadie la comprendía excepto yo. Nadie sabía cómo era
capaz de interpretar a la perfección todo cuanto ella farfullaba. Pero de este
modo me hice imprescindible para la nena; «¡bebosarate, bebosarate!», balbucía
ella; «que quiere huevos con tomate, mamá...», traducía yo.
Hasta que pudo andar, con casi tres años, e incluso después
casi hasta los ocho, la llevaba siempre subida en mis hombros a caballito, como
ella me pedía. Me acostumbré a que me agarrara del cabello, y así recorría con
ella las calles, las campas, y los cuatro pisos hasta casa. Alguna vez, cuando
la maestra lo permitía, la llevaba conmigo a la escuela. Poco o nada podía ella
hacer allí con nosotros, pero era divertido ver cómo me regañaba, en aquel
idioma suyo, si yo me entretenía o me ponía a jugar en vez de hacer los deberes.
Nuestro barrio estaba rodeado de campas y, al salir de la
escuela a las cuatro y media de la tarde, disfrutábamos yendo con la merienda y
mis amigas a coger flores y a jugar. Íbamos a veces a refrescarnos en las aguas
del arroyo. Mamá no me dejaba hacerlo, por si la nena se mojaba y enfermaba,
era tan delicada. Pero una tarde de verano hacía tanto calor que no pudimos
resistirnos. Llevábamos sandalias de goma, así que remangamos los vestidos y
gozamos del frescor del agua del arroyo, que entonces, además, era clara.
Regularmente volvíamos la vista hacia la orilla, donde habíamos dejado a la
nena entretenida con un collar de flores que habíamos hecho atravesándolas con
juncos. Estaba muy tranquila y todas nos divertíamos. Pero de pronto oímos un
chapoteo y al mirar, allí estaba la nena sentada en el agua, que le llegaba
casi al cuello. Preocupada por lo que podría sucederle y por la reacción de mis
padres, le quité la ropa y no se me ocurrió otra cosa que ponerle mis bragas,
que eran lo más caliente que tenía. Como yo era gordita, le llegaban hasta el
cuello. Por suerte, el sol, que calentaba de lo lindo, secó su ropa y, tras
arrancarle la promesa de callar el incidente, todo quedó en un susto.Muchos
niños nos hacían pasar un mal rato cuando se nos acercaban y, al ver a la nena,
se burlaban porque era «diferente». Aprendí pronto a ser descarada y pegona. No
fue poca la fama de marimacho que me gané repartiendo bofetadas y directos a la
espinilla. En más de una ocasión, como ella sabía que si la miraban mucho yo
soltaba un descaro, no sé si para probarme o porque algunas miradas le
ofendían, tiraba de mi pelo y me decía con su media lengua «¡ese mira mal!», y
claro, se armaba la gorda. Porque no eran sólo niños los que miraban con
impertinencia o sonreían burlonamente, y yo increpaba y desafiaba con
desparpajo, a pesar de saber que esto iba en contra de la educación que nos
daba papá, siempre insistiendo en el respeto a los mayores, incluso cuando les
faltara la razón. Si se hubieran burlado de mí, tal vez lo habría dejado pasar,
pero no de mi nena.
La nena era celosa y le complacía monopolizarme. Fingía que
se ponía mala cuando consideraba que me entretenía demasiado con mis amigas y
teníamos todas que complacerla, aunque tal vez, en el fondo, me emocionaba su deseo
de tenerme. Una vez tiró a un gatito por la ventana del cuarto piso porque
todos lo mimábamos. El pobre se rompió las cuatro patas y papá lo entablilló
habilidosamente. Todos ofrecimos una vela a San Antonio, el primer santo que se
nos ocurrió en aquel momento de desesperación, porque no sabíamos cuál sería el
patrón de los animales, ni si querría escucharnos después de aquello. En otra
ocasión lo encerró en el hornillo de la cocina y salió el pobre todo lleno de
quemaduras, aunque no recuerdo si fue al mismo gato, pero sí que,
afortunadamente, no llegó matarlo en ninguna ocasión. En todo caso logró que
huyera de casa, eso seguro.
Fue pasando el tiempo, con sus crisis, tan penosas para la
nena como para nosotros. Cada año pensando que tal ve sería el último, que se
debilitaba paulatinamente. Y llegó el año en que cumplí los quince, y comencé a
trabajar para ayudar un poco en la economía de casa, que tanto lo necesitaba.
Iba contenta al trabajo, que me gustaba mucho, y cuando llegaba a casa para
comer, la nena me estaba esperando pegada al cristal de la ventana y me
abrazaba como si viniese de la guerra, escuchando embelesada todos los detalles
que yo contaba de mi trabajo. Cuando llegaba el momento de volver, por la
tarde, ella se pegaba de nuevo a la ventana y allí la encontraba yo, inmóvil,
al volver por la noche.
Al principio no supe darme cuenta, tan sólo noté que
desmejoraba y entristecía por momentos, pero como los fines de semana volvía a
ser la misma, no ví motivo de alarma. También mamá estaba triste porque ella no
conseguía, como yo, que comiera, y a mí ya no me permitía mi trabajo dedicar
tantas horas a animarla y engañarla con mis bobadas.
Llegó a estar tan débil que mamá decidió aceptar la
invitación de mis tíos para ir con ella a un pueblo de Castilla, a ver si el
cambio la mejoraba. Pero aquello fue peor. Por las noches no cesaba de llorar
al no tenerme a su lado y por el día vagaba como un alma en pena, esperando
quizá verme llegar por algún camino. Decía mamá que tan sólo la vió sonreír el día
que sacó el vestidito que había traído para el viaje y con el que sabía que iba
a volver.
sorpresa como la suya. Llegaba en un estado lamentable, su
carita delgada y ennegrecida por el sol de Castilla le daba un aspecto de
ultratumba. Nos abrazamos como si en lugar de un mes hubieran transcurrido
años. Ella reía y lloraba a la vez. Me miraba, me llamaba guapa casi a gritos.
«Es porque en el pueblo las gentes, aun jóvenes, tienen otro aspecto, quizá el
color de la tierra» decía mamá. Y así, abrazadas, llegamos media hora después a
casa.
Era el final del mes de mayo y la nena no se recuperaba,
languidecía triste en su sillita al pie de la ventana para verme marchar y
llegar de mi trabajo, y cada vez me costaba más hacerle sonreir con mis bromas
y payasadas. Después de mil trucos apenas conseguía que tomase un par de
cucharadas de sopa. Poco a poco llegó a no poder moverse de la cama por falta
de fuerzas y, un caluroso día de primeros de junio, al llegar a casa a
mediodía, la encontré tan mal que le pedí a mamá que me dejara estar a su lado,
porque me temía lo peor. Pero no me lo permitió, insistiendo en que todavía no
era su hora, y llorando me dispuse a marchar. Antes de salir, fui a dar un beso
a la nena, que ya no hablaba ni abría los ojos, como si estuviera dormida.
Todos se sorprendieron cuando, al sentir mi beso, lanzó sus bracitos a mi
cuello con tal fuerza que tuvieron que soltarla de mí para que pudiera irme.
Tenía apenas diez años y aquél fue su último abrazo, el que
jamás olvidaré. Aún puedo sentirlo cuando cierro los ojos y pienso en ella.
Entonces me pregunto si aquél apretón sería su despedida o una desesperada
demanda de algo de la fuerza que yo tenía, y que en aquel momento me hacía
sentir tan mal. Apenas dos horas después de mi marcha me comunicaron que se nos iba. Salí de mi
trabajo y comencé a correr, queriendo devorar los casi tres kilómetros que me
separaban de casa. Todo fue inutil. Cuando llegué ella se había ido ya para siempre... sin mí.
Mención
honorífica en el Certamen de Narración del E.P.A., Mayo de 1999.
(Narración resumida de “De vuelta a ese otro planeta”)