EL PADRE
A mi padre
Generalmente
en la infancia nuestro primer amor se proyecta hacia la madre, es ella por
regla general quien nos proporciona el primer alimento, las primeras caricias y
todos los cuidados de que tan necesitados estamos.
A
menudo también, suele hacer de compañera de juegos, amiga y hasta
cómplice. Desde que nacemos suele ser
siempre la madre nuestra favorita. ¿Y el padre? ¿Cómo vemos al padre?
Durante la infancia no nos
preocupa mucho el padre y yo no era ninguna excepción, pero el caso es que el
modo de vida de mi padre fue muy duro desde el principio. Además por causa de las dos guerras en las
que se vio involucrado, herido, enfermo, encarcelado…lo cierto es que su salud
ya nunca fue buena. Así y todo fue padre
de familia numerosa y fuimos educados por él en los principios del respeto, la
justicia y la rectitud, pero todo esto, de niños solo lo vemos como
autoritarismo y dureza y a mi aún escaso juicio, mi padre era demasiado duro,
claro que de niños no sabemos ver las razones de los mayores para serlo.
Durante
muchos años seguí viendo así a mi padre.
Por cualquier niñería nos gritaba,
a la segunda vez nos castigaba y si había una tercera vez, nos azotaba
con su cinturón. El caso es que durante años temí a mi padre.
Esto
que ahora parece grotesco no lo era entonces para mí. Ocurría que como el
barrio era pequeño, todos nos conocíamos y las madres para que sus hijos
comieran todo, les decían: “Si no coméis vendrá el hombre del cinto y os
calentará el trasero” y así a nuestro
padre le llamaban “el hombre del cinto”.
Esto a él le causaba risa pero a mí en cambio no me hacía ninguna
gracia.
También
frecuentemente – y el recordar esto me avergüenza – solía caer enfermo y nuestra madre nos pedía
silencio durante los días que permanecía en cama y aunque conseguirlo era un
sacrificio, yo interiormente deseaba que permaneciera mas días enfermo en la
cama para evitar así sus reprimendas. ¡Que malicia!
Transcurrían
los años y nosotros seguíamos creciendo bajo su recta educación. Es bien cierto
que con él, aprendimos a ser obedientes y respetuosos, tanto con nuestros
mayores como con el resto de nuestros semejantes. Así como a no dejarnos manejar ni someter por
nadie e insistía en que siempre debíamos estar dispuestos a reclamar nuestros
derechos sin olvidar nunca nuestros deberes.
Con
la edad pude comprobar que eran muy buenas las enseñanzas que habíamos recibido
de nuestro padre, aunque me seguía pareciendo excesiva su dureza durante la
infancia.
Pasada
la adolescencia comencé a observar que su carácter se suavizaba y también que
le complacía mantener largas conversaciones con nosotros. Por circunstancias de la vida era yo quien
tenía mas ocasiones de conversar con él y poco a poco se alejaron de mí aquellos
temores y recelos que desde niña albergaba hacia mi padre y aunque en algunas
de nuestras charlas no nos poníamos de acuerdo y mostrábamos diferentes puntos
de vista, había siempre en sus palabras y en sus dichos valores dignos de
resaltar.
Nos
llegó la hora de abandonar la casa de nuestros padres, fuimos casándonos y
formando nuestros propios hogares. Fue
entonces cuando comencé a darme cuenta del cariño que sentía hacia mi
padre. Sin casi darme cuenta comenzaron
a aparecer ante mí escenas en las que veía a mi padre mostrándonos con su peculiar
manera todo el amor que nos tenía y que nunca manifestaba con palabras.
Fueron
tiempos duros los de la posguerra, más aún para un padre de familia numerosa,
casi siempre enfermo y que tenía que pluriemplearse para poder darnos de comer.
Todos decían que yo era una niña muy comilona.
Nuestra madre haciendo verdaderos milagros, quizá ayunando ella,
reservaba algo de comida para cuando mi padre tenía que trabajar toda la noche,
pero él, sabiendo lo comilona que yo era, regresaba la mayoría de las veces con
la comida sin tocar alegando que no había tenido tiempo de comerla y que ya no
le apetecía pero disfrutaba viendo como mi hermanita pequeña y yo la
devorábamos.
Recordaba
también aquellos duros días de invierno en los que teníamos que permanecer en casa
con la consiguiente algarabía que no dejaba a nuestra madre ocuparse de los
quehaceres de la casa. Era mi padre
quien nos reunía en torno a él y nos narraba extraños y graciosos cuentos que
jamás habíamos oído antes. O como al
llegar la primavera, si tenía una tarde libre nos la dedicaba en lugar de
descansar, que buena falta le hacía, y nos llevaba a recoger moras o fresas
silvestres, enseñándonos a su vez a conocer los árboles y plantas que
encontrábamos a nuestro paso.
Abundantes
escenas como estas revivían en mi memoria pero de entre todas la que mas me
emocionaba era la de la celebración de su cumpleaños. Hoy en día esto puede
parecer una nimiedad pero en aquellos tiempos en los que se carecía de todo,
era un acontecimiento solo comparable a la Navidad.
El
día de su cumpleaños, nunca conseguimos saber porque, llegaba siempre del
trabajo a las siete de la mañana y fuese el día que fuese nos despertaba
trayéndonos un plato de galletas surtidas, un lujo para nosotros, y unos
diminutos vasitos de vino dulce que nos sabían a gloria y nos calentaban, que
buena falta nos hacía ya que era el mes de febrero. Era una fiesta corta pero para todos nosotros
inolvidable.
A
pesar de ser él el enfermo, fue nuestra madre quien nos dejo primero y para
nuestra sorpresa fue un abuelo dulce y paciente que empleaba con nuestros
hijos, incluso para reprenderles, suaves palabras y sabios consejos. En verdad nos sorprendía cada día más.
Debido
a un cáncer de piel, tuvo una vejez penosa pero nunca fue un anciano amargado, lo
que más le dolía era su incapacidad para
ser útil, él, que para sacar a la familia adelante había sido pastor,
carpintero, zapatero, minero, albañil, jornalero y varias cosas mas que no
quiero mencionar…Ahora por causa de alguno de estos trabajos había quedado casi
sordo y medio ciego. Aquellas conversaciones que tanto le gustaba mantener se
le hacían imposibles.
¡Que lejos quedaba
aquel temor que me producía, viéndole tan indefenso! ¡Como recordamos mi
hermana y yo aquel día, quince antes de morir, en el que estando las dos con
él, nos pidió que nos abrazáramos y le prometiéramos que siempre nos
llevaríamos bien. Tenía los ojos llenos
de lágrimas cuando nos hizo prometer que siempre nos ayudaríamos en todo. Nosotras estábamos sorprendidas y emocionadas.
Nunca olvidaremos aquel momento pero lo peor es que se fue sin que le supiera
decir cuanto le quería, quizá a causa de aquella férrea educación que habíamos
recibido o quizá porque hoy día se utiliza excesiva y demasiado alegremente la
palabra AMOR.
Es
por ello que desde aquí quiero decirle a mi padre de todo corazón lo que nunca
me atreví a decirle y que en sus últimos momentos tanto necesitó.
Siendo
el oficio de padre tan difícil, lo hiciste muy bien y estoy orgullosa de ser
hija tuya. ¡Te quiero papá!
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