Las aventuras de la brujita Kilima ( Traducción de KILIMA SORGIÑAREN GORABEHERAK)
Desde
el mismo día en que nació, fuese persona o cosa lo que rozase el cuerpecito de
la pequeña brujita, provocaba en ella una risita incontrolable que a su madre
empezaba a preocupar. Fue por eso mismo que le pusieron por nombre Kilima, que
significa «cosquilla». ¡Cuántos apuros pasaba su pobre madre! Vestirla,
bañarla, calzarla... ni un poquito de agua de colonia podía ponerle; tocarle
algo o alguien y... una increíble risa llenaba toda la estancia y contagiaba a
sus moradores, ya que no sólo era la brujita, sino que cuantos la rodeaban no
cesaban de reír mientras la niña no callara.
La
bruja madre estaba muy preocupada, los miembros mayores que habitaban con ella
las cuevas empezaban a tener serios problemas respiratorios a causa de tanta
risa, que ni ellos mismos, que eran brujos, podían contener.
Al
octavo día de su nacimiento la madre, temiendo por la salud de sus familiares,
decidió llevar a Kilima a visitar a su madrina, ya que ésta tenía especiales
poderes. La madrina de Kilima vivía en una cueva del monte Oiz y hacia allí se
dirigieron desde Zugarramurdi, donde tenían ellas su territorio.
Para
llevar a la niña sin problemas, buscó una gran concha vacía y allí colocó a
Kilima, al resguardo de todo aire, hoja o rama que pudiera rozarla y provocar
sus risas, que podían con su estrépito hacerles volcar la escoba en la que
viajaban. Y así, con tan sorprendente cuna, se presentaron ante la madrina.
Inguma
—pues este era el nombre de la madrina, que significa «mariposa»— les esperaba
en la entrada de su cueva. Su vestido tenía todas las tonalidades de verde, la
estola de su cuello flotaba al viento y en su mano portaba una rama fresca de
brezo, verde y reluciente como toda ella.
—
Ya estáis aquí. Mis mariposas me han anunciado vuestra llegada. ¿Qué le ocurre
a mi ahijada? ¿por qué la traes así, escondida en esa enorme concha? ¿Acaso
está enferma?
—
No, no, tranquilízate —respondió la madre— No es eso. Kilima está bien. El
problema es otro... —y le explicó minuciosamente la naturaleza del asunto.
Después de escucharle, abrió la concha y tomó con cuidado a la niñita en sus
brazos.
—
¡Cuidado! —gritó la madre. Pero... ¡sorpresa! Ni los brazos de la madrina, ni
el roce de sus mariposas revoloteando a su alrededor, provocaron risa alguna en
Kilima, por lo que su madre preguntó alborozada— ¿Qué ha ocurrido? ¿acaso mi
hijita se ha curado?
—
No, no es eso —respondió Inguma— Han sido los colores de mi vestido encantado.
Cuando nació, recordarás, yo estaba allí y lo primero que rozó su cuerpecito
fue mi vestido. ¿Te acuerdas de cómo con mi estola la recibí y acuné? ¿Y no
sabes, acaso, que cualquier mortal que toque mi vestido, impulsado por la
necesidad de volver a tocarlo, llorará toda su vida? Con lo que no contaba es
con que a ella, al no ser mortal, le hiciera efecto pero al revés, en lugar de
llorar, necesita reír.
—
Pero ¿qué podemos hacer? —suspiró angustiada la madre— Nuestra familia no puede
continuar en esta situación, su risa es contagiosa y los más viejos no podrán
soportarlo mucho tiempo más.
—
Tranquilízate —contestó Inguma— Puesto que ha sido culpa mía, yo intentaré
solucionarlo. Toma la estola de mi vestido, envuelve con ella a Kilima, y
procura que la lleve siempre, pues es la única forma de que nada ni nadie al
tocarla provoque su risa contagiosa.
—
Pero... —replicó la madre— una prenda no es para siempre. ¿Y si se rompe?
—
¿No te he dicho que está encantada? No se puede romper, ni envejecer. Pero...
¡cuidado! Que no la pierda, ya que si lo hace no sólo perderá su influencia,
sino los poderes que de mí ha recibido. Tú sabes bien que soy de entre todos la
más poderosa, y siendo Kilima mi ahijada será heredera de todo mi poder. Cuida
bien, por tanto, de que no pierda la estola hasta que ella misma se
responsabilice.
Despidiéndose
con un cariñoso beso, se encaramó con su niña a la escoba, que las transportó
de nuevo hasta su cueva de Zugarramurdi. Ya en su residencia convocó una
asamblea con todos los familiares para comunicarles lo acontecido. Éstos
escucharon con atención y, al término de la reunión, todos prometieron ayudar a
que Kilima no perdiese la estola encantada.
Transcurrieron
los días, y meses, y años en los que todos cuidaron con celo de Kilima y su
estola. Era el cumpleaños de Kilima y, como cada año, se organizó una fiesta en
Zugarramurdi. Todos los brujos y brujas del lugar acudían a ella, y no faltaba,
como era de esperar, la presencia de Inguma. Siempre con su hermosa rama de
brezo en la mano, se desplazaba desde Oiz hasta el lugar, en su flamante
escoba, que ella misma trenzaba con las mejores ramas de brezo. Estaba
orgullosa de la hermosura de su ahijada y, como siempre, acudió a la fiesta con
un bonito regalo para ella. Esta vez se trataba de un precioso cervatillo, un
cervatillo mágico. Sabía hablar, pero su lenguaje tan sólo lo comprendía
Inguma, y ahora también su nueva dueña Kilima, ya que para los demás el sonido
que emitía era como el de cualquier otro cervatillo.
¡Qué
contenta estaba Kilima! Transcurrían horas y horas en las que ella y Tximista
—que fue el nombre que le puso por su velocidad de «rayo»— correteaban
conversando alegremente, y no sólo se entendían, sino que también se escuchaban
mutuamente aunque estuvieran a larga distancia.
—
Ven conmigo —le decía Kilima— ¿Podrás llevar sobre ti a una niña de cuatro años
como yo?
—
¡Cómo no! —respondió Tximista— Súbete a mi espalda y correremos a la velocidad
que mi nombre indica.
Dicho
y hecho. Se alejaron a la velocidad del rayo, pero... ¡qué desgracia! Tanta era
la velocidad que, al llegar a un robledal que se hallaba lejos del lugar, la
rma de uno de aquellos robles atrapó, sin que se dieran cuenta, la estola que
Kilima llevaba como siempre enrollada a su cuello y que, como era de todos los
tonos de verde, se confundió con los verdes tonos del robledal.
Kilima
iba muy contenta sobre su cervatillo y de pronto rompió el silencio con su risa
estrepitosa. Cada vez su risa era más fuerte y Tximista, sorprendido, cesó su
carrera. Como él era mágico no se contagiaba, pero como conocía la historia de
Kilima, la miró preocupado y se dio cuenta de que había perdido la estola. Pero
¿dónde? ¿cuándo? ¿y ahora cómo encontrarla?
Estaba
tan preocupado por calmar la risa de Kilima que, viendo a lo lejos a un leñador
que pasaba, le llamó para pedirle ayuda, sin prever que el hombre al llegar se
contagiaría, tal y como vino a suceder, riendo y riendo, que parecía que ambos
iban a reventar.
No
sabía el cervatillo qué hacer, quería volver con Kilima a la fiesta, pero temía
que le culparan de la pérdida y decidió intentar primero encontrar la estola,
llevando sobre su lomo a Kilima y dejando al pobre leñador ríe que te ríe.
Mientras
tanto, en Zugarramurdi, pronto se percataron de la ausencia de Kilima y su
cervatillo, y muy preocupados decidieron comenzar su búsqueda. La bella Inguma
quiso tranquilizarles y les dijo que no se inquietaran, ya que ella podía
comunicarse con Tximista aunque estuviera a mucha distancia. No sabía que el
pequeño cervatillo, aunque la oía, no quería volver sin la estola que evitaría
el desastre que se avecinaba si no la encontraba.
Comenzaba
a inquietarse la madrina ante el silencio de Tximista, y éste mientras tanto,
en su afán de búsqueda, se alejaba más y más del lugar. De pronto a Inguma se
le ocurrió enviar a las mariposas en su búsqueda. ¡Qué explosión de colores!
Fue agitar su vara de brezo en el aire y todo el bosque se llenó de bellas y
multicolores mariposas, que cumpliendo la orden de su señora comenzaron a
registrar el bosque.
Pronto
encontraron al pobre cazador tirado en el suelo y con ambas manos sujetándose
el vientre, ya que la risa casi lo reventaba. avisaron a la señora y ésta, en
un santiamén, se presentó y, tocando con su vara el leñador, lo calmó.
Mientras
tanto y lejos de allí, Tximista, con Kilima riendo sobre su lomo, divisó cerca
de ellos una multitud de hombres y mujeres que, en fila, vestidos todos de
negro y llorando, caminaban muy despacio hacia ellos, trayendo con ellos una
gran caja. Tximista no acertaba a saber el por qué de su tristeza, hasta que de
repente... ¡Qué desgracia! ¡era un entierro! ¡Y se habían acercado demasiado a
ellos! De pronto, y sin poder él evitarlo, comenzaron a soltar estrepitosas
carcajadas, dejando al pobre difunto abandonado en el suelo y persiguiéndolos
enfurecidos pero sin dejar de reír.
Tan
rápido como su nombre consiguió el asustado cervatillo alejarse hasta llegar a
un claro del bosque y ¡cielos¡ ¡Qué vieron sus ojos! Bajo un gran roble de los
muchos que allí había descubrió un gran cascarón de caracol que su inquilino
había abandonado, y esperanzado despojó a Kilima de toda su ropa y la cubrió
con él, de esa forma nada ni nadie la rozaría. Afortunadamente dio resultado.
Decidió entonces volver y enfrentarse a la reprimenda, pero cómo transportar
aquel enorme caracol sin rozar a la niñita. Tomó la determinación, por tanto,
de volver solo, recomendándole que no se moviera de allí bajo ningún concepto,
y partió.
Tan
pronto comenzó su veloz carrera se levantó un fuerte viento que agitaba los árboles
con furor y, repentinamente, al pasar bajo el robledal, apareció volando entre
el verde de las ramas la reluciente estola de verdes tonos que tantos problemas
le había traído. Sin pensarlo dos veces, lo atrapó entre sus dientes y, dando
media vuelta, se encaminó de nuevo hacia donde había dejado a Kilima.
La
brujita mientras tanto, bien protegida por el cascarón y a salvo del fuerte
viento, había conseguido agujerearlo y, mirando a través, vio cómo un grupo de
caracoles se le acercaba. Temiendo que la rozaran quedó inmóvil esperando que
se fueran, pero los curiosos caracoles querían saber quién vivía en tan grande
cascarón. Se acercaban más y más, comenzando a empujar y arrastrar a aquél
extraño caracol. Tanto lo empujaron que al llegar a una pequeña pendiente el
cascarón comenzó a rodar, dando vueltas y más vuelta con la brujita dentro.
En
lugar de asustarse, la pequeña se estaba divirtiendo de lo lindo. «¡Qué
divertido!» pensaba mientras iba dando volteretas. Pero de pronto ¡¡zas!! una
piedra, y Kilima salió despedida por el aire. Entonces sí se asustó «¿Adónde
iré a parar?». Se atrevió a mirar abajo y vio una especie de alto y
aparentemente mullido seto.
—
No me haré daño, pero otra vez esta molesta risa —pensó la desdichada.
¡Sorpresa! No eran risas lo que salía de su boca, sino quejas y lamentos.
Además, cuando consiguió salir tenía todo el cuerpo lleno de ampollas. ¡Debían
de ser hierbas embrujadas! ¡y la habían curado de su encantamiento! Sin
acordarse de sus ampollas, saltaba de alegría, y así la encontró Tximista que,
alegrándose con ella la cubrió con la estola y partieron hacia casa para
celebrar con todos la buena noticia.
¿Sabéis,
niños, que esas hierbas mágicas se encuentran por todos los rincones de
Euskalerria? ¡Sí, amiguitos! Y si os encontráis como Kilima sin poder parar de
reír, tocadlas, y al momento se os irá la risa. ¿Queréis saber su nombre? ¡Cómo
no!... ¡¡ORTIGAS!!
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